
A veces son los padres quienes intuyen que algo va mal, otras los problemas son detectados por los profesionales que deben comunicarlo. Por mucha sensibilidad que queramos poner los profesionales a la hora de dar la noticia –aunque sabemos que no siempre es así- nunca será suficiente, toda expresión resulta grosera o ñoña cuando no absurdamente paternalista.
Cuando sufrimos un hecho traumático se pasa por una serie de etapas, aunque no todos lo hacen por todas ni lo hacen en el mismo orden.
Normalmente una vez conocida la noticia la primera reacción es la negación - ¡No me lo creo! Quiero una segunda opinión -. Son expresiones que en muchas ocasiones escuchamos los que nos hemos visto obligados a explicar a unos padres que su hijo sufre algún tipo de trastorno en el desarrollo.
Corroborada la noticia puede sobrevenir el miedo y el abatimiento. ¿Qué será de él o ella cuando sea mayor? ¿Podrá llevar una vida independiente? El llanto es el compañero habitual en esta etapa. Los padres a veces lloran abrazados o cada uno por su lado para no apenar más al otro.
Hay quien se queda atrapado en esta etapa, en un mar de abatimiento y pastillas. A veces los profesionales hacemos la herida más profunda al decir que debe sobreponerse pues su hijo tiene necesidad de padres fuertes. En ese momento al sentimiento de pena se le une el de culpa. La ayuda psicológica en ese momento es fundamental para salir de esa situación.
Sin embargo el instinto hace que muchos padres comprendan que ellos son el único pilar que tienen sus hijos para conseguir una mejoría. En ese momento trocan la pena por la rabia y las ganas de luchar por sus hijos hacen que desplieguen una fuerza inusitada. Son padres que tienen tiempo para llevar a sus hijos a terapias diversas: piscina, fisio, logopeda, psicólogo; estimularlos en casa y saber lo último que se publica sobre la problemática de su hijo, todo ello sin descuidar la casa y el trabajo.
Hay que tener cuidado con esta etapa porque la rabia se parece demasiado a la superación de la mala noticia aunque la diferencia es abismal. Unos padres sustentados por la rabia están sobreexcitados, suelen manifestar mayor descontento de los trabajos que se realiza con sus hijos; incluso se vuelven más exigentes con familiares e incluso con los otros hijos.
Su actitud se parece demasiado a quien cerrando los puños se dispone a andar contra el viento en plena tormenta. Supone un desgaste físico y psíquico tremendo que antes o después se cobrará sus dividendos. En definitiva y lo que es más importante, su actitud está falta de cierto optimismo tan necesarios en toda relación con niños.
Aunque se logre superar el trauma inicial no significa que de vez en cuando pueda aflorar alguna de las etapas anteriormente señaladas. Se nota que se ha logrado alcanzar la superación cuando se alcanza la paz. Se trabaja por el hijo y su futuro pero con la mirada puesta en el día a día, cooperando con los profesionales que trabajan con él no compitiendo. Cuando no nos preguntamos “por qué a mí” sino cuando decimos “porqué no”. Cuando nos fijamos menos en los hándicaps y más en los logros.
Jil Van Eyle es un padre de una niña con hidrocefalia gravemente afectada. En su libro “Cómo dejé de ser un idiota” expone el crecimiento personal que le supuso el nacimiento de su hija. Explica que lo importante no es preguntarse por qué sino para qué. Él ha dado un vuelco a su vida ayudando a otros como vio que hacían con su hija quienes la trataban.
No pocos padres me han contado que el nacimiento de su hijo que sufre algún trastorno en el desarrollo les ha ayudado a encontrar el sentido de la vida, a no complicarse por tonterías y a disfrutar con las cosas pequeñas del día a día: Una sonrisa, un abrazo, una palabra dicha con cariño… son cosas que nos reconcilian con la vida.
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