.- Ser capaz
de automotivarse, sin dejarse anular por lo positivo o negativo que nos pase.
.- Saber
posponer las recompensas, sabiendo que si aguardamos podemos conseguir algo
mejor.
.- Tolerar
la frustración, sin dejarse irritar o arrastrar por el pesimismo si algo no
sale conforme lo deseamos.
.- Control
de las emociones, es decir gestionar las emociones sin dejarse raptar por ellas,
pero tampoco reprimirlas. A las emociones hay que darles cabida en nosotros
pero si las gestionamos bien su carga energética podrá ser aprovechada para
encontrar soluciones adecuadas en lugar de sentirnos embargados por los
sentimientos.
.- Por
último mantener una comunicación adecuada, sin silencios culpabilizadores, ni
recriminaciones sin fin o rabietas, sino ser asertivos. Decir lo que no nos
gusta y lo que esperamos del otro, a la vez que ejercemos la empatía de ser
capaces de ver la situación desde el punto de vista del otro.
¿Es posible
que los niños logren alcanzar este nivel si conviven con educadores (maestros y
padres) que a su vez no han logrado desarrollar una inteligencia emocional
adecuada?
Evidentemente
no. La mejor manera de educar es con el ejemplo. Si los niños se desarrollan en
un espacio que rezuma inteligencia emocional podrán desarrollar la propia y con
ella no sólo alcanzar mayor éxito en la vida sino ser más felices.
Unos padres
emocionalmente inteligentes hablan de qué sienten con naturalidad. No castigan
llevados por la frustración o el nerviosismo. No premian para conquistar al
hijo sino para reconocer su esfuerzo. Comprenden las emociones de sus hijos e
intentan enseñarles a manejarlas con éxito. Jamás se dejan arrastrar por malos
entendidos ni dejan una situación conflictiva que se cierre en falso. Son
sensibles al lenguaje no verbal. No dan nada por supuesto ni sacan conclusiones
a la ligera dándolas por verdades.
¿Difícil?
Puede. ¿Imposible? Desde luego que no. Lo seguro es que vale la pena el
esfuerzo.
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